Veo al espejo y no me reconozco. En vez de mí, esta un muchacho con la mirada perdida y semblante ajeno. Los rasguños y moretones en su rostro reflejan algo más que una disputa física: me muestran su propia decadencia, provocada por la duda y el miedo. Aquel muchacho ha extraviado su rumbo y le hace falta - desde hace mucho al parecer - una sonrisa, pero una verdadera, una que refleje la tranquilidad en el alma que le ha sifo reacia por más tiempo del que debería.
No sé quién es este muchacho, pero gracias a sus ojos puedo saber que la tristeza camino a su lado, y esta no pretende ocultarse, sino que se exhibe con orgullo: ha sido albergada por una nobel alma, a la que ha pesar de haber recorrido poco, no le hacen falta más desaires. De pronto, bajo la mirada y está esbozando una sonrisa, demostrando que muchas veces el más agudo dolor puede encontrarse en un simple gesto.
Pasan los minutos y el muchacho no sale de mi espejo. Es cuando creo que la soledad se puede vivir de varias maneras, siento que emanan de él tantas preguntas, algunas que - aunque el tiempo pase - quedarán inevitablemente sin respuesta.
De pronto, comienzo a ver algo que me capta la atención: sus facciones me son familiares.
Es ahi que veo detenidamente al espejo y, efectivamente, creo que me reconozco.